Escritura

 

LO QUE LA GUERRA SE LLEVÓ.

Eran las 6:00 am, y como de costumbre, de un salto salí de mi cama y corrí por las cantinas de la leche para acompañar al señor Duckard a su finca, a ordeñar las vacas.

Yo aborrecía acomodar las cantinas al llegar, pero el viejo me lo exigía; así que yo le obedecía.

No, no había parentesco alguno con él, pero sí había un lazo irrompible de cariño que se forjó desde que mi memoria me permite recordar.

Jamás conocí a mis padres, durante mis 13 años de conciencia mucha gente decía que habían muerto, otra que de la nada habían desaparecido y me habían dejado a mí suerte en aquel lugar. Realmente, lo que  había sucedido o no ya no me importaba; me había acostumbrado a esas especulaciones soeces que ya no herían mis susceptibilidades, como en un principio.

El señor Duckard se hizo cargo de mí. Hasta cierta edad yo preguntaba mi origen, pero al no encontrar jamás una respuesta, dejé de hacerlo; al fin y al cabo era feliz y tal vez si descrubría mi verdadera historia, amargaría mi existencia.

Por esa época Alemania atravesaba una dura guerra, y a pesar de vivir en las lejanías de la ciudad, los temores, existían. Temía perder lo que teníamos, que a pesar de ser poco, para nosotros lo era todo. Creo que el señor Duckard percibía como yo los peligros de la situación, pero intentaba disimular para no trasmitirme su temor.

Él era un hombre excesivamente sabio, eso era lo que yo más admiraba; me encantaba sentarme en el prado después de terminadas las labores diarias y escucharlo contarme sus anécdotas, sus experiencias de vida y mientras lo hacia observaba sus manos que  denotaban el esfuerzo de sus trabajos y las arrugas de la edad  que me hacían enternecer.

Recuerdo cada una de sus historias, pero recuerdo una en especial quedó en mi corazón.

Años atrás en su juventud, el señor Duckard, se había enamorado profundamente de una mujer, de la que hablaba con fervor; y al hacerlo, sus ojos achinados me miraban con un brillo que yo interpretaba como una enorme felicidad conjugada con  una  profunda nostalgia.

-La perdí  -dijo él-. Se me fue.

No supe qué decirle, escuchando el quebranto de su voz; me dispuse a esperar con paciencia a que él prosiguiera.

-Anna lo fue todo para mí muchacho- volvió a hablarme con voz tenue-. Pero se fue.

Se habían conocido desde muy pequeños; toda una vida - la que  le alcanzó a ella- , la compartieron juntos…Hasta que una truculenta tuberculosis vino, desvaneció su vida; y la alejó para siempre de él.

-¿Sabes algo muchacho?- Me dijo mirándome fijamente-. El amor cuando es real, es perpetuo; y nada, por más predecible o inapelable que sea, acabará con él. 

Jamás volvió a tocar el tema, pero aquella enseñanza sí tocó mi corazón.

Un 17 febrero, como era de costumbre, desperté y fui en busca del viejo. Lo encontré echando en un morral un pequeño fajo de dinero; iba a salir de Baiersbronn  a traer un poco de mercado para abastecer nuestra alacena. Obviamente me dispuse a acompañarlo, yo siempre lo hacía, pero él prefirió emprender camino solo. Me advirtió que por ese día necesitaba que cuidara los animales. No refuté.

Le di un abrazo –que sentí como despedida- . No presté atención a mis pensamientos y  lo dejé partir.

08:00 pm, del señor Duckard no tenía la más mínima noticia. Los más malos presentimientos  invadían mi corazón; él no debió haber salido, no mientras cesara la violencia de esa guerra.

Les mentiría si al contar esta historia les dijera que concilié el sueño; la serenidad que quería tener, tratando de pensar que a mi querido viejo  no le había pasado nada esa noche no la pude tener.

Amaneció, él no llegó.

Sin ninguna pertenencia, salí corriendo y monté un caballo y salí a no sé dónde, con una  inmensa desesperación. Por el camino, uno de nuestros vecinos más antiguos me comunicó que lo vio partir hacia Dresde; no entendí por qué se había ido hasta allí, y menos sin avisarme.

Las odiseas que tuve que sobrepasar por el camino, para que los soviéticos no percibieran mi presencia, o si lo hacían por lo menos pudiera escapar, no las imaginan.

Al llegar, mi tiempo se detuvo, lo único que percibí era caos, cuerpos sin vida, gravemente heridos  o fulminados por los gases en el suelo.

Jamás lo encontré,  a pesar de mis búsquedas, sin desfallecer, no tuve nunca más rastro de él; tuve que volver a Braiersbroon sin el corazón en el pecho, lo dejé en aquella ciudad junto con un cuerpo que nunca había encontrado.

La imagen de su partida, ese día de febrero jamás abandonará mi memoria. Desde ese entonces, el vacío y la incertidumbre acechan mi alma.

Sigo cuidando nuestras tierras como si él estuviera ahí y acomodo las cantimploras como a él le hubiera gustado que yo lo hiciera.

El viejo tenía razón el amor es eterno. Y así mi amor fuera diferente al de él por Anna, mi gratitud, mi devoción y mi perpetua adoración se asemejaban y permanecerían con él para siempre.}






POEMA


Es la sombra de tu cuerpo en mi colchón

Es la oquedad de mi alma, que añora tu terneza

Es la certeza de tu ausencia inapelable.

Pero, amor mío poseo un valor

El valor que la vida me ha dado y que ni tú ni nadie puede quitarme

No vuelvas si no quieres, más que yo tú sabes cuánto te quise

Desdeña mis detalles, mi amor

Pero me conservo firme ante la creencia de que te adoré

No vuelvas si no quieres, pero si un día me lees

Y sientas que por fin me crees

Comprendas  cuánto has perdido.




ESQUIZOFRENIA

Mi nombre es Erasmo y conocí a Efigenia en la estación del tren; yo trabajaba allí vendiendo tiquetes (trataba de rehacer mi vida y olvidarme de un oscuro pasado), la veía todos los días en la mañana y en la tarde cuando se iba  a su trabajo y cuando venía de regreso; conocí su nombre una vez que escuché a una amiga suya pronunciarlo. Jamás me había tomado el atrevimiento de invitarla a un café o unas cervezas, pues soy ese tipo de hombre introvertido que prefiere tragarse sus palabras que  lanzarse a conquistar una chica.

Su cabello era tan rojo que me recordaba la incandescencia del fuego,  conjugado con una piel blanca y un cuerpo delgado que mostraba unas preciosas y voluminosas curvas; en su rostro, unos ojos negros qué brillaban desde lejos y hablaban por sí solos, unos gruesos y bien definidos labios rojos que no incitaban más que a devorarlos.

Era imposible no desear esa mujer, desde que la vi, anhele que fuera mía y de nadie más, se convirtió en una obsesión casi enfermiza, rodeaba mis sueños y esa fue  la razón de que todas las noches humedeciera mi colchón, pues la imaginaba desnuda, tocando su cuerpo y sobre mí, sumiéndose en los infinitos caminos del hedonismo.

No podía más, tenía que acercarme más  a ella o enloquecería, así que tomé un pedazo de papel y en él escribí:

                                      Usted me atrae.

No fui capaz de escribir nada más, por temor a que pensara que era un acosador impulsivo, y huyera de mí. Al siguiente día, caminé hacia mi trabajo con el nerviosismo activado, y apenas vi frente a mí su rostro, quise irme de allí, me dio su dinero y entre su cambio junto con el tiquete puse la nota, luego ella se fue.

La incertidumbre de no saber cómo reaccionaría Efigenia ante eso, me atormentaba los pensamientos, me inquietaba tanto, que no pude conciliar el sueño, era impresionante la limerencia que esa mujer provocó en mí.

Ella fue mi perdición, después del día de la nota, salíamos a caminar todas las noches y de vez en cuando tomábamos algo, ya no podía vivir sin verla.

Nunca olvidaré el primer día  que la hice mía…Besé tanto sus labios, que el rojo que los caracterizaba se intensificó, la desnudé con ternura y arrinconé su cuerpo contra la pared, recorriendo su silueta sin dejar pasar ni un solo rincón de su piel, contemplé sus grandes y jugosos pechos, mientras rozaba con mis dedos el húmedo espacio de su sexo; ella, sutilmente besaba mi cuello, dejando escapar uno que otro sonido de lujuria; así, su cuerpo y el mío se unían con tanta vehemencia, que sentía arder cualquier lugar donde nos encontráramos.

Nuestros encuentros eran casi continuos, Efigenia era una mujer apasionada, que  había mantenido ocultos sus deseos  porque  había sido educada en el seno de una familia de costumbres católicas ortodoxas. Conmigo abandonó los prejuicios, le hice entender que la moral, las reglas, las tradiciones, el juzgamiento de la conducta, etc,  no eran nada más que simplezas creadas por los hombres incapaces de gozar de las delicias de lo existente.

Me sentía ufano de tenerla a mi lado; habían pasado dos años de conocer a esa hermosa mujer, me enamoraba cada vez más con sus detalles, con su sensualidad, con su sencillez, pero lo inevitable y lo que más había temido siempre, estaba por suceder.

Años antes de conocerla, me había casé con Eva, quien frecuentaba hombres a mis espaldas y a causa de eso, la asesiné. No me arrepiento, se lo merecía, por no haber respetado en lo más mínimo mi amor. Su traición, marcó mi vida, por eso, disfrutaba recordar mi venganza visualizando las fotografías  que tomé a su cadáver  y guardé en un libro.

Efigenia amaba la lectura, y una tarde sin mi presencia en  casa, entró en mi biblioteca, y se dispuso a leer ese libro que contenía, mi más preciado secreto. Horrorizada, al descubrirlo todo, me abandonó, posterior a eso tuve que huir de la ciudad pues, me denunció ante las autoridades.

Sentía que ella había dejado ver su falsía, que había sido nuevamente engañado y eso, me destrozaba el alma. Aun así, necesitaba verla, gritarle en la cara muchas verdades y tal vez  hacerla mía por última vez así ella no lo quisiera.

Así que tomé un autobús y fui a buscarla. Unas casas antes de llegar a la suya, para mi sorpresa la vi salir con un hombre, y eso cultivó en mí la más exorbitante ira. Corrí, llegué a un parque, descargué mi cuerpo sobre una piedra y lloré. Después de horas de inmensa tristeza me decidí y esperé su llegada en la noche, entré por una ventana, y  contra su voluntad, cargada en brazos la llevé conmigo.

Cautiva, la tuve varias semanas, amarrada a una silla, desnuda, donde me aprovechaba de su impotencia.

No aguanté, no podía verla un día más frente a mí, la aborrecía tanto que tomé un cuchillo, la desaté, y sujetándola por el cuello  la levanté de la silla y le clavé mi arma, mientras disfrutaba de su cuerpo, ¡golfa! le grité al oído, luego se desvaneció entre mis brazos. 

La observe, no me despegué de su cuerpo, estaba adormecido,  era como si me hubiera ido con ella;  luego reaccioné en el proceso de mi judicialización, allí me enteré que aquel hombre con el que la había visto semanas antes, era su hermano (nunca quiso que conociera su familia).

Efigenia firmó su sentencia de muerte yéndose de mi lado, si no hubiese sido así, estaríamos juntos muy lejos de aquí y esta historia sería diferente.  Pero hoy desde esta celda sólo pienso en ella, me siento en el suelo y recuerdo su sonrisa, su mirada, su figura, escuchó su voz en todas partes preguntándome ¿por qué?…hoy en este  cuarto oscuro y frío sólo escribo por y para ella.

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